En la noche de San Juan, el ruido insistente de la música se escuchaba en toda la playa, seduciendo a la masa de personas que allí estaba. Atándolas a sus instintos más primarios. Nada de magia, ni rastro de espiritualidad, más allá de la encontrada en las negras aguas del mar cálido y nocturno. Eso sí dando un paseo sobre la suave arena, que se cuela molesta hasta en las uñas, se podían descubrir muchas trazas de amistad fundidas en el alcohol, las drogas y el sexo, que eran básicamente la oferta inconsciente que se apreciaba y acataba a las siete de la mañana. Vasos de plástico, botellas vacías, basura, orines y otros restos como vestigio de las hogueras multitudinarias...
Cuando se quiere de verdad, no hay orgullo que valga, ni ataduras ni obligaciones auto-impuestas. Se debe querer de tal manera que uno llegue a olvidarse de sí, y sin embargo, de ese olvido ha de nacer la propia sabiduría. Por encima de los intereses propios, están los del ser al que se ama, y si éste nos aparta de su lado para volar en solitario, hemos de despedirlo con un beso en la frente, sin romper los cristales del alma y desearle felicidad allá donde le conduzcan sus pasos. Entonces únicamente nos queda el recurso de la memoria y la poesía para curarnos de los recuerdos.
Quisiera dar las gracias, desde el rendido rincón de mi pecho. Estas líneas, son para todos aquellos que compartieron conmigo esta Semana Santa, en el marco incomparable de un paisaje encantado...Mi corazón, ahora late conectado a todos aquellos que nos conocimos y supimos compartir nuestro ángel. Proyectando amor y aceptación a cada paso. Lo dimos todo en cada danza, que nos hizo vislumbrar vestigios de nuestro espíritu eterno...Para todos ellos y en especial para el director de la misteriosa orquesta, que conformamos. Reflejo aquí, el humilde poema que me dictaron la suma de todas esas energías, mientras estaba siendo acunada en el círculo de una vivencia única...Sin vosotros no hubiera sido posible
Me desborda la gratitud, sobre todo, por descubrirme tan bella a través de vuestros preciosos ojos...A todos mil gracias...
Me crucé con aquella persona en dos o tres ocasiones…no hizo falta más, dejó su huella impresa en mí. Me trastornó y me enseñó que debía volver a ilusionarme, a pesar de todo. Y lo hizo, sin expresar una palabra al respecto. Quizá sin ni tan siquiera imaginarlo. Lo consiguió, simplemente con su conversación, con sus anécdotas de viajes, con sus curiosos juegos llenos de misterioso capricho. Con su cámara fotográfica siempre a la espera de cazar una espontánea, sembró en mí, el germen de los nuevos comienzos. Nunca pude darle las gracias, por la fuente de inspiración que represento en mí.
La última vez que disfrute de su presencia, paseamos, por la ciudad sin nombre, la misma que ahora miro con ojos nuevos.
Muchas veces, me siento como un virgen lienzo, sobre el que cualquier “pintor de batallas”, como en aquella novela que leí de Pérez Reverte, ha de dejar impreso su vestigio. Así soy, como una cámara de fotos, extremadamente sensible a la luz, como para que me pasen desapercibidas ciertas anécdotas del instrumento del alma…
Lo encontré una noche propicia. Nuestros caminos se cruzaron, tan solo unos instantes, y, sin quererlo, mutuamente, nos legamos cierta huella ambigua, pero profunda.
Tan solo los poetas de corazón huérfano, pueden entenderse en su locura, tan solo los que escriben con la verdadera sangre de sus venas, pueden hablar en el mismo idioma. Pero él, no era un poeta cualquiera. Él se retrató en sus silencios, con sus gestos, con sus miradas huidizas y su seria máscara de aparente insensibilidad. Su único sueño, era alcanzar algo grande, realizar un trabajo artístico que dejase un huella imperecedera…sí, solo así se marcharía tranquilo de este escenario de la vida. Al menos así lo entendí yo, tan solo con mirarlo. Mientras aquello no sucediese, se había hecho la promesa, a sí mismo, de permanecer impasible, como estatua de sal. Hablaba de amar sin sentir el amor, eso es lo que nunca olvidaré de él. Pero siempre que lo recuerdo, acude a mí la inspiración…
El sutil emisario del blues europeo, Gary Moore, comenzó jovencísimo, a tocar en una banda. A los diez y seis, estando con los Skid Row, su segunda apuesta por la música, conoció al guitarrista de Fleetwood Mac, al que conquisto con su exquisita cadencia y calidad musical, por lo que le consiguió un contrato con su discográfica. A partir de ese flechazo crucial, su talento irlandés se desarrollo en una prolífica y amplia carrera de rítmicos acordes, sembrada de temas inolvidables para más de una generación de seguidores y admiradores del rock y el blues. En los ochenta su espíritu se centró en el rock melódico, para más tarde rozar la concordancia celta. En los noventa flirteó con un estilo más intimista ligado al blues. Después de reinventarse a sí mismo, alejándose tanto del blues como del hard rock volvió a comienzos del dos mil para proseguir con su admirable blues, demostrando su fidelidad a éste estilo.
Recientemente se marchó. Quién sabe, quizás antes de su verdadera hora, víctima de un ataque al corazón, en la habitación de un hotel en (Estepona) Málaga. Dejando a sus muchos seguidores sorprendidos y apenados…Y más de uno se pregunta, en qué rincón del universo continuarán danzando las notas de sus magnificas melodías. Desde aquí, este es mi humilde homenaje, por las tardes que consiguió erizar los vellos de mi piel, con ese tono de voz profundo, dulzón y único….
Cuando era tan solo una niña, descubrí que me encantaba escuchar música, porque ésta invadía la estancia de mi casa con notas de luz radiante, mi imaginación volaba, y mis miedos a tantas cosas que desconocía se esfumaban. Un día tarareando el estribillo de una canción, que hablaba del amor, recibí mi primera lección negativa, respecto a este sentimiento universal. En tono amenazante y agresivo me hicieron callar, deje de cantar. Me dijeron que el amor no existía, y que si no abría los ojos, me iba a convertir de mayor en una víctima y me iba a tocar llorar mucho. Me sentí muy avergonzada de haber cantado aquel estribillo ridículo y me hice la promesa de controlar mis emociones y no permitirme el lujo de enamorarme ni de dejarme engañar por esa palabra, tan sobada y superficial.
Me enamoré más tarde, pero sofoque a la bestia que se incendiaba en mi interior alimentada por el pensamiento, de la mejor forma que pude. Aquella advertencia no me evito sufrimientos futuros, pero si me mantuvo en guardia ante cualquier tipo de sentimientos que me hiciesen sentir vulnerable o dependiente. Aún hoy, me doy cuenta, de que me avergüenzo de sentir en muchas ocasiones lo que siento. Sé, que aquel aviso que me hicieron de niña, sigue impreso en mi subconsciente y me hace despertar, ponerme en guardia y temer convertirme en una víctima, por eso entablo una batalla conmigo misma. Ha habido veces en que me he planteado si era una persona capaz de amar, en su verdadera dimensión. Creo que una de mis características es que soy poco constante en el amor, porque temo que se estrechen los lazos que me unen a una persona determinada. Vivo el amor como una especie de error, y me atormenta la necesidad y el rechazo que me persiguen a un tiempo, cada vez que siento encenderse en mi la llama de la pasión. Hasta fechas muy cercanas mi actitud ante el amor sexual ha estado tintado con ciertas briznas de culpa. Temía tener que renunciar a partes de mi misma, o enfrentarme al hecho de sentirme más débil por ser dependiente emocionalmente de alguien.
Sin embargo el amor no significa tener que pedir permiso para continuar siendo quien se es. el verdadero amor pasa por tomar conciencia de uno, conocerse, comprenderse, perdonarse los fallos y compartirse con el otro sin miedos. Tomar a la otra persona tal y como es, no pretender cambiarla, ni dominarla, darle y exigir un espacio individual y otro compartido, en el que coexistan los dos. El afecto, por encima de todo, pasa por desear compartir los momentos que componen la vida con un compañero de ruta.